Los radicales libres son átomos o grupos de átomos que tienen un electrón desapareado o libre por lo que son muy reactivos ya que tienden a captar un electrón de moléculas estables con el fin de alcanzar su estabilidad electroquímica. Una vez que el radical libre ha conseguido sustraer el electrón que necesita, la molécula estable que se lo cede se convierte a su vez en un radical libre por quedar con un electrón desapareado, iniciándose así una verdadera reacción en cadena que destruye nuestras células. La vida media biológica del radical libre es de microsegundos, pero tiene la capacidad de reaccionar con todo lo que esté a su alrededor provocando un gran daño a moléculas, membranas celulares y tejidos. Los radicales libres no son intrínsecamente deletéreos; de hecho, nuestro propio cuerpo los produce en cantidades moderadas para luchar contra bacterias y virus.
Estas acciones se dan constantemente en las células de nuestro cuerpo, proceso que debe ser controlado con una adecuada protección antioxidante. Un antioxidante es una sustancia capaz de neutralizar la acción oxidante de los radicales libres mediante la liberación de electrones en nuestra sangre, los que son captados por los radicales libres. El problema para la salud se produce cuando nuestro organismo tiene que soportar un exceso de radicales libres durante años, producidos mayormente por contaminantes externos, que provienen principalmente de la contaminación atmosférica y el humo de cigarrillos, los que producen distintos tipos de radicales libres en nuestro organismo. El consumo de aceites vegetales hidrogenados tales como la margarina y el consumo de ácidos grasos trans como los de las grasas de la carne y de la leche también contribuyen al aumento de los radicales libres (Finkel y Holbrook, 2000).
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